martes, 28 de agosto de 2012

¡Mamá, está aquí!

Imagen de Internet

            Salí de la habitación con sumo cuidado para que no se despertara, con la sensación de haber estado allí un tiempo interminable y  sin  tener ni idea del mundo ahí fuera.
            La claridad me hizo cerrar los ojos; aquél niño sólo se dormía si la habitación estaba completamente a oscuras. Casi siempre era así. Salía entumida de estar en la misma posición. Lo peor era cuando ya dormido, había que dejarlo en la cuna y no se diera cuenta de que ya no eran mis brazos los que le sujetaban. Esta vez funcionó.
            Me gustaría sentarme hasta el infinito, poderme relajar, y no estar pendiente de esos lloros de urgencia del bebé que a veces parecían declaraciones de guerra.
            ¡Dormir!, dormir, dormir a pierna suelta, sólo un poquito. Me siento en el sofá,  pongo  los pies en alto y para cambiar de rollo mental  me conformo con leer el periódico; “Según  una investigación hecha en alguna universidad, norteamericana (presté atención, porque estos  lo saben todo) a las mujeres, cuando son madres se les agudiza el sentido del oído de tal manera que aunque estén dormidas oyen el más leve quejido infantil, aunque esté en otra habitación”.
            Me quedo perpleja, pero no tengo ni fuerzas ni ganas para enfadarme, prefiero pensar que es por exceso de celo, que para el caso es lo mismo. Aunque a mi niño   yo le oiría igual  aunque  fuera  sorda como una tapia.
               De repente suena la sirena que el angelito  tiene en la garganta, me levanto de un salto y me cuesta averiguar, dónde y porque estoy allí. Estaba en lo mejor del sueño; una nube blanca muy blanca y muy grande llena de biberones, cunitas, pañales, chupetes, y mucho, mucho  silencio ¿Y Herodes? NO estaba Herodes.
           Me dirijo a la habitación de la batalla y según voy por el pasillo, la puerta entreabierta de la cocina me deja ver el caos total que había dentro. Y me da tiempo a pensar si en la cocina de algún restaurante en hora punta tendría algo que ver con la mía.
            Eaaaa, eaaaa, venga, venga ¡¡MAMÁ ESTÁ AQUÍ!!
          No soporto oírle llorar, y el jodío niño lo sabe, y no deja  de retarme continuamente para ver quién de los dos impone su dictadura. Y teniendo en cuenta que es el tercero, me siento un poco gili, cuando a veces me dejo ganar, como ahora.  Le cojo en los brazos que otra vez por un rato serán su cuna, y sólo Dios sabe cuando saldré. Y cuando salga ya no habrá sofá, porque esta vez me reclama la intendencia, y después salir pitando a por los otros dos que dentro de nada salen del colegio.

                   P. Merino.

 

lunes, 20 de agosto de 2012

Los re-encuentros

                                                   

Las cuatro y diez

Fue en ese cine, ¿te acuerdas?
en una mañana al este de Edén,
James Dean tiraba piedras
a una casa blanca, entonces te besé.
Aquélla fue la primera vez,
tus labios parecían de papel,
y a la salida en la puerta
nos pidió un triste inspector nuestros carnets.
Luego volví a la academia
para no faltar a clase de francés,
tú me esperaste hora y media
en esta misma mesa, yo me retrasé.
¿Quieres helado de fresa

o prefieres que te pida ya el café?
Cuéntame como te encuentras,
aunque sé que me responderás: muy bien.
Ten, esta foto es muy fea,
el más pequeño acababa de nacer.
Oiga, me trae la cuenta,
calla, que fui yo quien te invitó a comer.
No te demores, no sea
que no llegues a la hora al almacén;
llámame el día que puedas,
date prisa que ya son las cuatro y diez.

 L. Eduardo Aute.

La emoción a flor de piel  se condensa en esta escena que describe la canción (la pizca de unas vidas) de un reencuentro, fácil de imaginar.  La evidencia flotando en el aire  de lo que pudo ser y no fue.  Y quizás el disimulo discreto para ocultar  el desencanto  que produce  la realidad
Cuando la escucho, siempre termino  pensando en   que la nostalgia    no deja ver  otro sentimiento y de haberlo, ¿cuál sería exactamente?, de tristeza o alegría.

Y sin querer, o queriendo, me viene a la memoria una escena (que  no hay que imaginar) de  la  magnífica  película  “Esplendor en la hierba, cuando -Natalie Wood- después de recuperarse  de su trastorno  mental  por culpa del amor, se empeña en ir a visitar a su antiguo novio, -Warren Beaty-  ahora convertido en  granjero,  casado ,  con un hijo y esperando  otro, nada que ver  con el que hacía tiempo ella vivió una controvertida  e intensa historia de amor. El encuentro,  desconcertante por lo inesperado, y en el fondo y en la superficie la decepción y la tristeza,  aquí , también disimulada por los dos para darle algo de  naturalidad al momento. Algo que había que hacer, para poder seguir  viviendo aunque   sólo  sea con el recuerdo  de la juventud ya perdida
 Entonces se comprende perfectamente lo que  dice la parte del poema   que se escucha en un momento de la película:




“Aunque mis ojos  ya no pueden ver ese puro destello,
que en mi juventud me deslumbraba;
aunque ya nada pueda  devolver
la hora del esplendor en la hierba,
de la gloria de las flores,
no hay que afligirse
porque la belleza siempre subsiste en el recuerdo”… 
 (Willian Wordswort)

Momentos intensos  de la vida que se repiten una y otra vez, lo único que cambia son los protagonistas.

P. Merino.


Pintura de Edward Hopper.

Fotograma de Esplendor en la hierba, Internet.

viernes, 10 de agosto de 2012

Maneras de vivir


                                 
Imagen: Internet


                El que viaja a menudo en los trenes de cercanías lo sabe; entre estación y estación,  escenas  que se repiten todos los días varias  veces, y en el mismo viaje con  distintas personas, como si fuera un “reality” improvisado.  Personas que se dedican a pedir limosna con la mayor rapidez posible para no ser pillados por los de  seguridad. Primero reparten por cada asiento del vagón un objeto de poco valor, manoseado y sin lustre y que quede a la vista del viajero,  paquetes de pañuelos, encendedores de plástico, llaveros etc. Desde el medio del vagón cuentan deprisa  y con el mayor dramatismo posible, por qué necesitan pedir.
              Las historias son variadas, tragedias en sí, distintas pero con  finales muy parecidos, “señores perdonen las molestias, gracias por su ayuda y que pasen un buen día” después y siempre con prisa recorren de nuevo el vagón recogiendo el objeto que la mayoría ni siquiera ha mirado, y rara vez lo acompaña una moneda a cambio.
             Hay otras formas de hacerlo, por ejemplo; los que con un instrumento musical llegan se plantan en el centro del vagón y con mejor o peor acierto cantan, tocan o las dos cosas a la vez. Entonces lo improvisado es un  “festival”, y el resultado es casi siempre agradable, a veces, (pocas) se hace el silencio y  la canción certera   atrapa la atención de  los espectadores casuales.
          Cuando terminan, igual que todos, recorren el vagón con agilidad  y sólo extienden la mano si alguien les quiere dar una moneda. Aquí el público viajero suele ser más generoso, por que el efímero obsequio que dejaron a cambio, ya no lo pueden recuperar.  Esto hace más ameno el viaje, es  bastante más  grato escuchar una canción que  miserias personales, aunque también las haya en la vida del cantor.
Yo  pagué por la canción (miserablemente, la verdad) y el obsequio lo  traigo aquí, por si les suena de algo.


                “Te regalo una rosa. La encontré en el camino. No sé si está desnuda. O tiene un solo vestido. No, no lo sé.
                Si la riega en verano o se embriaga de olvido, si alguna vez fue amada o tiene amores escondidos, ay, ayayay amor…”       



“No les quiero molestar más, gracias por la atención y que pasen un buen día”

  P. Merino