Esta entrada es del día 6 de marzo del año pasado y sin cambiar ni una coma sigue de total actualidad. Me alegro sólo por los almendros.
Porque los almendros todavía no han hecho acto de presencia. Y por las mujeres que siempre están, han estado y estarán presentes, pero incompresiblemente hay que recordarlo una vez todos los años, como a los almendros.
Cuando me da por pensar
Hay más caminos, pero yo prefiero pasar por donde están los almendros. Forman un pasillo de tres a cada lado y es un verdadero placer mirarlos cuando se ponen, todos a la vez, su anual vestido rosado cual bailarinas de un ballet. Y sabiendo que me encanta su apariencia, me engañan una vez más haciéndome creer que el buen tiempo ya llegó, y que son compatibles con el frio o la nieve. Después se camuflarán con un color gris impreciso, para no estar “visibles” cuando las nevadas tardías se presenten y les hagan quedar por mentirosos.
El camino que a mí me gusta podría llevar a cualquier otro lugar más interesante, como un bello jardín, un gran parque, o una hermosa casa de estilo inglés, por decir algo. Pero no; los almendros en cuestión adornan la entrada del supermercado al que voy todos los días. La costumbre y la monotonía me dan libertad para imaginar otras cosas.
Y mientras transito por los pasillos atestados de cosas de comer y decido cual será el menú del día, me da por pensar, me pasa muchas veces. Esta vez, en aquél país lejano gobernado por un Jeque árabe que mandó plantar una montaña entera de almendros, y cuando estuvieron en flor, se lo ofreció a su amada, la favorita de su harem, porque un día se quejó de que no conocía la nieve.

Distraída por estas cosas no me doy cuenta de que por el pasillo de los yogures he pasado ya tres veces y que habré de cruzar hasta el otro extremo del laberinto para llegar donde está la frutería. Llego, y mientras mis ojos buscan los tomates para ensalada, me acuerdo, no sé porqué, de otro país muchísimo más lejano donde hay más montañas y más grandes y donde no se cuenta con los almendros para engañar ni complacer.
Allí, imagino a una mujer que en nombre de muchas se atreve a decir, “Queremos salir de esta torre de tela que nos cubre de los pies a la cabeza para admirar el paisaje en toda su extensión, abarcar con la mirada lo de cerca y lo lejano, poder fijarnos en los detalles de las flores y la majestuosidad de los árboles. Que cuando nos hablen nos miren a los ojos, y nosotras veamos con claridad los suyos. Queremos que el aire nos dé en la cara y nos alborote el pelo y que nadie se preocupe ni se ofenda por ello”.
No quiero ni imaginar lo que pudo ocurrir si algún jeque la escuchó.
Este pensamiento que me gusta más y menos (según se mire), me viene a la cabeza justo cuando tanteo los tomates con más interés del debido. Eso me vuelve a distraer y me olvido del asunto, con la misma facilidad que me quito el guante talla-única que hay dispuestos para este menester.
Afuera, los almendros me esperan para presumir otro rato.
Pero al salir, decido pasar por otro camino que tiene plantados unos cuántos lilos, que más adelante serán otro regalo para la vista.
Teniendo en cuenta que no tengo casa con "patio particular", verdaderamente soy una privilegiada.
P. Merino.
Fotos: Internet.