Hacía un buen rato que Dori observaba
el paquete que a media mañana había
llegado a casa a su nombre: Teodora Fernández Escribano, (lo decía bien
clarito) pero ninguno en el
remitente. Para observarlo mejor se sentó separada de la mesa de la
cocina donde lo había dejado el repartidor,
y moviendo la cabeza de un lado a otro se preguntaba, por qué tomarse
las molestias y no darse a conocer.
¿Querrían darle una sorpresa?
Una sorpresa… puede ser buena o mala -pensaba ella- de
momento lo encontraba divertido, un paquete con el para: pero sin el de:
 |
Foto: Internet |
Ignoraba el remitente
clandestino que Dori, no era curiosa. Que podría estar mirándolo horas, sin hacer nada al respecto. Que dejaría
crecer sus dudas y a la vez las expectativas,
tantas cómo tiempo tardara en decidirse a abrirlo. Tampoco sabía el emisor fantasma que era
escéptica e indecisa de nacimiento, que hasta sus amigas
le llamaban “doña Mary-Dudas”
y según éllas, demasiado tarde para cambiar.
¡¡ Si no lo abría!! -seguía
pensando- dejaría la incógnita en el aire como
ropa tendida qué sólo el
tiempo hará desparecer. Y buscarle sitio
en el trastero sería igual a eternidad.
¡¡Y si lo abría!! Se
arriesgaba a no entender porqué o quién
lo mandaba, suponiendo que dentro
hubiera algo que lo delatara.
Estaba en estas
disquisiciones consigo misma, cuando un meteoro en forma de balón entró
por la puerta de la cocina y detrás una pierna acompañada de lo restante del
cuerpo de Juanito José, su hijo pequeño.
No fue ninguna casualidad, el balón tenía
que acertar en el paquete por narices. Lo dice la ley esa… “que si hay un objeto frágil en un punto concreto y en cuatrocientos
metros a la redonda hay un balón volando, le caerá encima”.
Dori se mosqueó bastante
por el susto, y por que esas no son
maneras de entrar en ningún sitio. Pero sobre todo, porque alguien había
decidido por ella qué hacer con el “paquetito”.
Al recogerlo del
suelo lo movió a dos manos como si fuera
una maraca para asegurarse de si el
contenido se había hecho añicos. El sonido era revelador, contrariada comprobó que
ya
no habría sorpresa que darse, y el “suspense”
creado mentalmente sin siquiera darse
cuenta, se esfumó. Mejor así. Lo más
práctico era terminar de una vez con la incertidumbre que ella solita estaba convirtiendo en un problema.
Los
ruidos eran lo más parecido a cristales rotos.
¡Vaya!, -se dijo con
fastidio-, ahora habría que decidir
dónde tirar los restos huérfanos de remitente; al contenedor del cristal o al
de los cartones.
Con
tanta investigación y análisis, Dori, olvidó pitar la suspensión del partido, o expulsar a la caseta al certero
goleador. Y antes de que pudiera reaccionar para dar la orden pertinente, su
niño encajó otro pelotazo en el paquete y lo destripó.
-¡Dos a cero!- gritó mirando a su madre con un gesto de ganador agresivo un poco
inquietante.
Por el suelo quedaron los minúsculos trocitos del jarrón-bandeja-frutero
o cosa imposible de reconocer, del envío anónimo que se instaló hacía un rato como por
arte de magia en la mesa de su cocina. De los trozos de incertidumbre de una hora y media, de quizás,
el objeto con que rellenar ese hueco del aparador que quedó vacío a
consecuencia de un partido anterior.
Al
agacharse para recoger los restos
buscó ávidamente algo que se
pudiera leer. Sujeta en lo que parecía un asa había una etiqueta que decía: Made in Taiwán.
-¡Bah!,
ni siquiera era un regalo con
personalidad-.
Y no: no había una tarjeta
que deshiciera el misterio, y
ahora lo entendía. Quién se iba a hacer
responsable de algo así.
Mientras
bajaba a la basura lo que quedaba del estropicio, decidió sin ningún titubeo, que la azotaina que se
había ganado “Ronaldo” José, por
los goles en propia puerta, de momento quedaba suspendida.
Y hasta empezó a considerar la
posibilidad de llevar al chico a una escuela futbolera.
P. Merino