sábado, 15 de septiembre de 2012

Tenía que volver

Foto:  P. Merino

                                               
            Volvía porque tenía que volver,  comprobar con sus propios ojos, si algo de lo que quedaba    coincidía con sus confusos y escasos recuerdos. Con el paso del tiempo empezó a sospechar que su mente le hizo trampas cambiando los datos en algún momento de su vida y no lo advirtió. Temía que nada de lo que recordaba tantas veces repetido en su mente como en una película, se pareciera a lo que iba a encontrar al final del viaje.
            Un poco antes de llegar se bajó del coche. Quería  reconocer,  por si acaso quedaban,  sensaciones, recuerdos  de algún paseo o alguna escapada que la transportara cuarenta años atrás en que esta carretera sólo era un camino pedregoso y polvoriento, y  cerca   las  eras,  por donde en tiempo de siega cabalgaban los trillos.
            El olor dulzón y empalagoso lo reconoció al instante,  los árboles  erguidos y elegantes, cimbreándose suavemente movidos por el viento eran los  dueños del penetrante perfume y de un nombre raro que no recordaba, y también los encargados de escoltar el río. El puente sí era el puente; de piedra, antiguo, y muy estrecho para los vehículos de cuatro ruedas,  incluso para un carro con paja, o de enseres; o de enseres y personas que viajan a la ciudad dando la espalda al pueblo que ella ahora se encontraba.
            Una vez plantada allí puso su cerebro a funcionar; nada más cruzar el puente estaría la calle empinada que se dirigía a la plaza, y siguiendo recto la calle  principal y más adelante la casona con la fachada de piedra y el portón de madera oscura con el arco de medio punto, y rastros de historia aún, según la abuela en tiempos pasados fue utilizada  por la Santa Inquisición.
            Entrando estaría el zaguán con el suelo de grandes y relucientes piedras  que daban la bienvenida, de frente la entrada al corral, a mano izquierda la cocina, a la derecha la puerta de entrada a la sala grande, enorme, donde los escasos   muebles, parecían diminutos, perdidos. La escalera  que subía a las habitaciones que entonces ocupaban sus padres y sus hermanas. Y el largo corredor de madera desde donde se veía el río, y  en una noche muy obscura  y ante la insistencia del padre, sus hermanas y ella vieron con toda claridad a los tres  caballos de los Reyes Magos, descansando en el corral.

            El río se dejaba mirar el lecho de piedras entre el agua clara y escasa, y que al pasar por allí era dócil y servicial. No lo pudo resistir,  se sentó en la orilla y metió los pies dentro del agua. Mientras miraba los pececillos culebrear entre las piedras, una voz lejana que no le sacó de su abstracción,  y que escuchó perfectamente, le hizo sonreír a la vez que asentía, como si la estuviera esperando.
 -¡María!, María, cuando vuelvas te estaré esperando en esta parte del camino.

             Era la segunda vez que no se atrevió a  pasar del río.

 P. Merino

4 comentarios:

  1. No podemos bañarnos dos veces en la misma agua. Pero algo queda y nos está esperando.
    Volvamos.
    Bello relato.

    Besos

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  2. Quizá llegue un día en el que se atreva, quizá no. No sé si es bueno volver a algunos lugares.
    Besos.

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  3. Pobre María,se debate en un mar de dudas.
    Como dice Ábejita: "No podemos bañarnos dos veces en la misma agua"

    Un abrazo escritora ;-)

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  4. Me gusta tu relato y me siento identificada con ese volver que hago yo a los lugares de mi infancia.

    Por cierto, ¿sabes lo de la comida?

    Escríbeme olmoluz@gmail.com y te cuento.

    Besos

    Luz

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Por razones ajenas a la autora de este blog, no se admiten comentarios anónimos. Pido disculpas y espero volver a permitirlos más adelante. Gracias.