Foto: P. Merino |
Volvía porque tenía que volver, comprobar con sus propios ojos, si algo de lo que
quedaba coincidía con sus confusos y escasos
recuerdos. Con el paso del tiempo empezó a sospechar que su mente le hizo
trampas cambiando los datos en algún momento de su vida y no lo advirtió. Temía
que nada de lo que recordaba tantas veces repetido en su mente como en una
película, se pareciera a lo que iba a encontrar al final del viaje.
Un poco antes de llegar se bajó del coche. Quería reconocer,
por si acaso quedaban, sensaciones, recuerdos de algún paseo o alguna escapada que la
transportara cuarenta años atrás en que esta carretera sólo era un camino
pedregoso y polvoriento, y cerca las
eras, por donde en tiempo de
siega cabalgaban los trillos.
El olor dulzón y empalagoso lo reconoció al instante, los árboles
erguidos y elegantes, cimbreándose suavemente movidos por el viento eran
los dueños del penetrante perfume y de
un nombre raro que no recordaba, y también los encargados de escoltar el río. El
puente sí era el puente; de piedra, antiguo, y muy estrecho para los vehículos
de cuatro ruedas, incluso para un carro
con paja, o de enseres; o de enseres y personas que viajan a la ciudad dando la espalda
al pueblo que ella ahora se encontraba.
Una
vez plantada allí puso su cerebro a funcionar; nada más cruzar el puente estaría
la calle empinada que se dirigía a la plaza, y siguiendo recto la calle principal y más adelante la casona con la fachada
de piedra y el portón de madera oscura con el arco de medio punto, y rastros
de historia aún, según la abuela en tiempos pasados fue utilizada por la Santa Inquisición.
Entrando estaría el zaguán con el suelo de grandes y
relucientes piedras que daban la
bienvenida, de frente la entrada al corral, a mano izquierda la cocina, a la
derecha la puerta de entrada a la sala grande, enorme, donde los escasos muebles, parecían diminutos, perdidos. La
escalera que subía a las habitaciones
que entonces ocupaban sus padres y sus hermanas. Y el largo corredor de madera
desde donde se veía el río, y en una
noche muy obscura y ante la insistencia
del padre, sus hermanas y ella vieron con toda claridad a los tres caballos de los Reyes Magos, descansando en
el corral.
El río se dejaba mirar el lecho de piedras entre el agua
clara y escasa, y que al pasar por allí era dócil y servicial. No lo pudo
resistir, se sentó en la orilla y metió los
pies dentro del agua. Mientras miraba los pececillos culebrear entre las
piedras, una voz lejana que no le sacó de su abstracción, y que escuchó perfectamente, le hizo sonreír a
la vez que asentía, como si la estuviera esperando.
-¡María!, María, cuando vuelvas te estaré esperando en esta parte del camino.
-¡María!, María, cuando vuelvas te estaré esperando en esta parte del camino.
Era la segunda vez
que no se atrevió a pasar del río.
P. Merino
No podemos bañarnos dos veces en la misma agua. Pero algo queda y nos está esperando.
ResponderEliminarVolvamos.
Bello relato.
Besos
Quizá llegue un día en el que se atreva, quizá no. No sé si es bueno volver a algunos lugares.
ResponderEliminarBesos.
Pobre María,se debate en un mar de dudas.
ResponderEliminarComo dice Ábejita: "No podemos bañarnos dos veces en la misma agua"
Un abrazo escritora ;-)
Me gusta tu relato y me siento identificada con ese volver que hago yo a los lugares de mi infancia.
ResponderEliminarPor cierto, ¿sabes lo de la comida?
Escríbeme olmoluz@gmail.com y te cuento.
Besos
Luz